Muchos articulistas y opinadores bienintencionados o no, por estrategia, prudencia o miedo, intentan calmar los bellos y dignos sentimientos de igualdad que afortunadamente aún laten en el corazón de más de la mitad de los españoles. No han aprendido que la represión nunca nos ha gustado y la inequidad tampoco y que retrasar el conflicto solo conseguirá agrandar su explosión.
Las tácticas utilizadas por aquellos para distraernos, del principal inconveniente para la convivencia en España, son variadas y de índole diversa. El problema que atenta contra la armonía vital de quienes residimos en Ella, no es otro, que la existencia de casi 8 millones de personas mayores de 18 años capaces de otorgar su confianza a alguien que dice o promete una cosa, para luego hacer la contraria si le conviene.
Existe una fuerte reacción en contra de la amnistía asentada en varias razones, todas ellas contundentes y claras: es el vil precio para comprar los votos necesarios que permiten a un individuo ocupar la presidencia del gobierno, es un atentado contra nuestra Constitución, es menospreciar a un poder del Estado, el judicial. La carga de negatividad del proyecto de ley es tan intensa que es fácil darle el rango de máxima gravedad. La amenaza de su aprobación y materialización es trascendente, pero no está por encima de el por qué tantos españoles apoyan a quién ha demostrado carecer de principios éticos.
Otra vía para la extinción del ardor en las protestas es el recurso al buenismo enemigo del Bien. Se apela a la paz, a la no división entre españoles y a una serie de conceptos “placebo” cuyos benéficos efectos se extinguirán rápidamente por irreales. Es este el recurso de los “quintacolumnistas” melifluos que en gran número habitan entre nosotros y que en demasiadas ocasiones ocupan la dirección de instituciones. Son los amigos de todos y los adversarios de nadie. Hoy están callados o intentan repartir aciertos y errores entre lo que para ellos no son más que incomodos conflictos. Su cobardía avala siempre al poder.
No permitamos que la profusión de información, nos impida ver la clave de bóveda de los problemas que nos atenazan. La solución del problema se basa en descubrir los motivos por los que un gran número de electores adoran ciegamente a alguien que cambia de opinión egoístamente.
El progresismo ha utilizado el escepticismo como imagen de marca, pero lo que comenzó siendo un ataque a los criterios de la verdad, se ha convertido en verdades apodícticas: toda persona blanca es racista, el sexo no es biológico, los que votan a partidos distintos al nuestro son fachas, aborrecen la libertad sexual y añoran la dictadura franquista.
Parece un chiste y sin embargo es lo que impulsa a muchos a no votar a partidos identificados por el adversario como “no progresistas”. No votan a favor de, sino en contra de, por eso no les importa que a quien eligen sea honorable o no lo sea, lo importante es que tenga el sello de progresista, buscan la derrota ajena no la victoria propia. Su maniqueísmo les hace presa fácil para cualquier déspota. Cuando el liderazgo del progresismo es ocupado por quien no tiene escrúpulos, pero si suficiente osadía para atentar contra cualquier norma de convivencia, esta estará gravemente amenazada.
Ante tal situación nos queda la sumisión o la rebelión. La mansedumbre o el mirar hacia otro lado no apagará el fuego, solo conseguirá que sus llamas cada vez sean mayores.