Por J. Lavín
La economía de este país se ha convertido en un campo de batalla, donde las ayudas del Estado se ven como la última esperanza de un sistema que ya se encuentra en ruinas. Políticos y burócratas se empecinan en ofrecer bonos—hoy navideños, mañana de apoyo al comercio cercano—subsidios y paliativos temporales, mientras la raíz del problema sigue sin abordarse: un modelo económico fallido, donde las pequeñas y medianas empresas, que deberían ser el alma de nuestra prosperidad, están siendo asesinadas por una carga fiscal asfixiante y un sinfín de regulaciones burocráticas que matan cualquier atisbo de innovación.
Es insostenible que cada día cierren más negocios, se destruyan empleos y se pierdan oportunidades debido a la ineptitud de unos gobernantes que parecen no tener idea de lo que es luchar en el mercado. ¿De qué sirve repartir dinero a cuentagotas si el sistema sigue envenenado? Las ayudas no son más que un parche para ocultar la gangrena de una economía que lleva demasiado tiempo enferma. Es la política del «dinero fácil», donde se regala lo que nunca se ha ganado y se fomenta una cultura de dependencia en lugar de esfuerzo.
¿Cómo podemos confiar en aquellos que nunca han trabajado un solo día en el sector privado, que jamás han tenido que arriesgar su propio dinero en un negocio? Muchos de nuestros políticos jamás han cotizado como empresarios o como trabajadores de empresas privadas. Han vivido toda su vida a costa del erario público, ajenos a las verdaderas dificultades que enfrentan los que sacan adelante este país cada día. El desconocimiento de la realidad es abismal, y la desconexión entre lo que deciden y lo que ocurre en las calles y comercios es tan profunda que resulta difícil creer en las soluciones que proponen.
Porque, nos guste o no, en este sistema capitalista, el aumento de la riqueza en cada hogar impulsa el bienestar de las familias. Los beneficios públicos, como la sanidad y la educación, se mantienen gracias a un sistema de impuestos que busca equilibrar el gasto. Aunque una persona joven no utilice, por suerte, los servicios sanitarios con frecuencia, su aportación ayuda a financiar el apoyo a quienes más lo necesitan, como las personas mayores. Sin embargo, cuando en esa «hucha» aparece una carga ajena al sistema, el equilibrio comienza a quebrarse. En ese momento, la sanidad pública, lamentablemente, puede dirigirse hacia la privatización, y será cuando nuestro bienestar empiece a peligrar.
El Estado no debe ser un benefactor generoso, sino un catalizador de la verdadera creación de riqueza. En lugar de regalar dinero a través de programas ineficaces, el gobierno debería enfocarse en crear las condiciones necesarias para que las empresas puedan crecer, en lugar de asfixiarlas con impuestos y burocracia. De nada sirve dar de comer al hambriento si seguimos manteniéndolo cautivo en un sistema que lo condena a vivir de las limosnas.
Mientras los políticos siguen repartiéndose el poder y los votos, la economía se desploma. Los puestos en el sector público no deben convertirse en moneda de cambio para ganar elecciones, ni pueden ser utilizados como instrumentos para manipular la opinión pública. El funcionario debe ser un servidor público, no una pieza de un engranaje electoral. La administración pública no puede seguir siendo un terreno fértil para el clientelismo, donde los recursos del Estado se utilizan para obtener apoyo político.
El verdadero cambio económico que necesitamos no llegará mientras los políticos sigan tomando decisiones desconectadas de la realidad, movidos únicamente por su interés electoral. No podemos seguir alimentando una cultura del subsidio, del «dinero fácil», que nunca resolverá el problema real. Lo que se necesita es un sistema que valore el esfuerzo, el sacrificio, la inversión y la creación de empresas. Un modelo donde el trabajo y la capacidad de generar valor sean los pilares sobre los que se construya la economía, no el regalo del dinero público que alimenta la dependencia.
El futuro de este país está en manos de los emprendedores, de los empresarios, de los trabajadores. Los políticos deben dejar de mirar solo su propio beneficio y empezar a escuchar a los verdaderos creadores de riqueza. El cambio está en nuestras manos, no en las de aquellos que viven ajenos a la realidad que sufren las personas que realmente mueven el país.
Porque la patria es nuestra casa, tu casa, la del vecino. Que cada día nos levantamos con el único pretexto de tener una vida digna, llena de bienestar, anclada en la cultura que heredamos de nuestros padres.
La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda, la forma y el contenido de la democracia